viernes, 14 de noviembre de 2008

Los Misterios del Desierto de las Batuecas

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David Sánchez Sáez
Fotografía: Juan Fernández Segovia

Hay lugares que desprenden un aroma espacial que no sólo se percibe por los sentidos, sino que su esencia es capaz de ahondar en las entrañas más profundas de uno mismo y despertar sentimientos desconocidos. Adentrarse en Las Batuecas es dar rienda suelta a cuerpo y alma, aislarse de todo aquello que nos turba y aferrarse a los placeres que este desierto encantado brinda. Cada uno de sus rincones desvela un interés especial por ser conocido y disfrutado y es capaz de atraparnos en una atmósfera difícil de ser descrita, sólo aquel que sepa sumergirse en ella podrá narrar su propia historia.

Su abrupta morfología y su posicionamiento geográfico han condicionado que, históricamente, esta zona del sur de la provincia de Salamanca, haya gozado del aislamiento necesario para conservar unos rasgos sumamente marcados que le dotan de un temperamento muy personal. De hecho, la falta de comunicación y la reclusión territorial y social que vivió durante siglos han configurado un lugar inhóspito y misterioso considerado, por muchos, maldito. El desconocimiento de estas tierras por el resto de comunidades y los marcados caracteres de la cultura batuecana impregnan un halo misterioso que se ha transmitido hasta nuestros días a través de la literatura y la tradición popular. Un claro ejemplo es la obra de Lope de Vega “Las Batuecas del Duque de Alba” donde queda bien reflejado el arrojo de sus gentes y las particularidades de esta comarca.

La diversidad botánica es una constante en todas Las Batuecas. No tenemos más que fijarnos en la toponimia de los pueblos para comprobarlo: Miranda y San Martín del Castañar, Cereceda de la Sierra, Pinedas, Rebollosa, Sotoserrano, Madroñal o Zarzosillo, entre otros. Incluso, también, hay casos de núcleos que deben su nombre a aprovechamientos forestales, caso de Sequeros que hace referencia al secado de frutos, principalmente de castañas. Los sequeros eran agrupaciones de construcciones de piedra, con tejado pero sin chimenea, que contaban con un espacio central en el que se prendía fuego y sobre el que se colocaba un techado de cañizo que permitía pasar el humo y sobre el cual se disponían las castañas que eran removidas durante los veinte días tardaban en agostarse. Con esta práctica se facilitaba su pelado, almacenaje y transporte y de esta materia prima se obtenía la harina sobre la que se sustentaba la economía y la alimentación local.

Uno de los atractivos de este entorno son las pinturas rupestres que salpican algunas de las paredes rocosas del valle del río Batuecas, figuras que en un pasado despertaban el temor de los lugareños que pensaban que eran de origen demoníaco. A día de hoy este esoterismo sigue presente, al igual que el recuerdo por las ánimas. Todos los días, cuando el Sol da paso a luna lorquiana, la paz del ocaso se quiebra por el repicar de la esquila que hace sonar la Moza de Ánimas. Cada vez que la sombra de la anciana redobla una esquina, el monótono sonar vuelve a apoderarse de La Alberca que no sucumbe a la evocadora llamada de la moza que invita a rezar a los fieles cristianos para que todas las almas del purgatorio alcancen la resurrección. Cuentan los veteranos albercanos que una invernal noche de nieve y ventisca, la Moza de Ánimas se ausentó y, a media noche, la campanilla salió en solitario y se oyó por toda la villa.

Ante la grandeza del entorno y la necesidad de santificar un lugar embrujado, la Orden de los Carmelitas Descalzos se dispuso a crear en 1599 el Convento del Desierto de San José de Las Batuecas. No hace falta adentrarse demasiado en la Sierra para descifrar que nos encontramos ante la antítesis de lo que concebimos como un desierto. De hecho, a pesar de que esta zona se localiza en pleno dominio mediterráneo, variables como la diferencia altitudinal y la orientación de las laderas, definen islas de clara influencia atlántica, caracterizadas por un mayor volumen anual de precipitaciones que contribuyen al crecimiento de especies más propias del norte de la Península como el carballo, el acebo o la afamada haya de Herguijuela de Sierra. En la Orden del Carmelo la acepción de Desierto alude a sus tres preceptos: silencio, oración y trabajo en común, de modo que este vocablo toma un sentido espiritual que apunta a un lugar apartado, tranquilo y recogido, en el que se persigue experimentar la presencia de Dios. Para sentirle más cerca, algunos monjes llevaban al límite las reglas carmelitas y se retiraban en solitario a meditar al valle del río Batuecas. Si recorremos sus laderas, entre densos bosques y canchales, podremos divisar esbeltos cipreses, símbolo de la vida eterna, que advierten el alzamiento de una pequeña ermita en la que los eremitas descansaban y guardaban sus pocos enseres. Pero el grado de humildad aún podía llevarse a un mayor extremo tal y como hizo el Padre Cadete que construyó su ermita en un alcornoque rematado por la inscripción “Morituro satis”: Basta para el que va a morir.

La paz que el Padre Cadete encontraba en estos parajes, aún hoy, se mantiene, como si una coraza infranqueable hubiese impedido la penetración de los vicios de la modernidad. En pleno S.XXI Las Batuecas desprenden una embriagadora sensibilidad que se percibe en todo momento. Pueblos como La Alberca, Mogarraz o Miranda del Castañar, todos ellos declarados Conjunto Histórico-Artístico, conservan una exquisita arquitectura popular que hace muy agradable pasear por sus calles y destapar algunos de sus tesoros. Uno de ellos es la Casa Museo de Sátur Juanela en La Alberca, en la que podemos visitar una vivienda de más de 100 de años antigüedad que se ha conservado tal y como su dueño la conoció hace cuatro décadas cuando sus abuelos, Sátur y Josefa, la habitaban. Manteniendo fielmente su disposición y mobiliario se nos brinda la oportunidad de compartir recuerdos y experiencias entrañables que permanecen imborrables entre los muros de esta vivienda.

Por otro lado, en Miranda del Castañar, la tienda-museo Bodega La Muralla nos abre sus puertas para que nos adentremos en un lugar de ensueño que, tras su reconstrucción, mantiene la estructura y apariencia de la originaria bodega del S.XVIII. Se dispone en distintas alturas de modo que desde la puerta se arrojaba la uva que rodaba hasta los lagares para, posteriormente, por gravedad y gracias a unas mangueras de tripa de cerdo recubiertas de pez, llegar a las cubas donde quedaba almacenada. Finalmente un tubo atravesaba la muralla del S.XIII, que defendía el pueblo en la edad media y a la que la bodega se adosa, de manera que el preciado líquido de Rufete (variedad de uva autóctona) podía ser transportado en vasijas. A su embrujo se le une la amplia exposición de productos artesanales y gastronómicos que el visitante puede probar de modo que no sucumbirá a otro de los placeres que esta zona nos ofrece.

Estos son sólo algunos de los misterios que esconden Las Batuecas, quien explore sus recoletas estampas quedará hechizado y seguro que encuentra su propio desierto.




Publicado en Revista Guardabosques nº 41

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