domingo, 16 de noviembre de 2008

Entre Ocre y Negro

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Juan Fernández Segovia
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Este cuento, tercer clasificado en el III Concurso de Cuentos Mariví Martínez Gómez de Boecillo (Valladolid), relata una historia ficticia que tiene lugar en la villa de Arévalo (Ávila) durante la Edad Media. Amor, honor y misterio se entrelazan en torno al ábside de la Iglesia de Santa María La Mayor.

Era de noche. Hacía unas horas que el tañido de las campanas quebró la negrura del cielo, anunciando que las puertas de la villa quedaban cerradas hasta el amanecer del nuevo día. A través de los pequeños ventanales de las saeteras del templo de Santa María la Mayor del Castillo, apenas sí era perceptible un pequeño destello. En su interior, el crujir de la madera denotaba el esfuerzo de soportar aquel cuerpo a tan alta distancia. Encaramado al andamio, que cubría todo el ábside de su única nave, se recortaba la silueta famélica de un hombre muerto en vida. En su mano izquierda soportaba un pequeño cuenco de barro en el que, tan sólo, quedaba un pigmento. Era el único que necesitaba, un color que tan sólo él podía conseguir, una mezcla entre ocre y negro imposible de describir y que llevaba clavado en lo más profundo de su ser. Sus movimientos eran precisos, como si siempre hubiesen permanecido en lo más recóndito de su cabeza. Sus pinceladas, más que pinceladas parecían caricias de las que brotaran hermosas formas, surgidas del cuidado desmedido que ponía en cada uno de sus amorosos gestos. Mientras, por su rostro corría un mar de lágrimas que morían enredadas en la espesura de su barba, que ya empezaba a clarear. En el exterior, la helada castigaba las piedras que, en irregulares hileras, conformaban los espacios de las casas que, como lúgubres sombras, se erigían impertérritas a un lado y otro de las calles. Todo el mundo dormía, menos él. No lo hacía desde aquella otra noche, tan distinta y tan cercana a ésta que pasaba colgado del techo de una iglesia de una comarca perdida.

La luna había extendido ya su manto sobre la bóveda celeste. Su luz inundaba todos los rincones de la villa vieja trayendo el frescor que tanto se anhelaba en aquellas jornadas estivales. Sentado en el patio reservado para los sirvientes, sostenía entre sus manos el boceto de lo que sería una pintura mural. Repasaba, una y otra vez, los trazos a carbón repitiendo, hasta la saciedad, aquellos motivos que no le convencían. En la parte superior aparecería la silueta de Cristo Redentor, rodeado de los cuatro evangelistas, bajo un cielo preñado de estrellas. Los criados se afanaban por concluir las tareas domésticas corriendo de un lado a otro. Se oía el alboroto y el rechinar de los platos, como si se tratase de campanadas que, en la lejanía, ambientaban las escenas de la vida de Cristo que serían dibujadas en los huecos de las saeteras entre parajes de una Jerusalem castellana. Ensimismado en sus pensamientos, entre campos y bosques cuya fragancia sería más parecida a la del temple y la grasa animal, se encontraba el viejo artesano, cuando unos golpes secos retumbaron en el portalón de la entrada. Violentamente le sacaron de su ensoñación. La inesperada llamada hizo cundir el revuelo y decenas de cabezas aparecieron entre las puertas y ventanas. Su expresión se tornó entre la preocupación y la curiosidad, tratando de descubrir el motivo de aquella repentina perturbación. Pronto se escucharon los primeros pasos que aprisa se acercaban hasta donde el pintor se encontraba. El gesto del emisario parecía contrariado y hablaba palabras que no oía o que quizás no quisiera entender. Dejó caer los papeles que con tanto celo custodiaba entre sus manos. Calle arriba un cuerpo yacía muerto bañado por la luz de una gélida luna llena veraniega. El viejo se levantó apresurado pero sus piernas parcamente respondían al impulso nervioso de su mente que, aún, le obligaba a acelerar su marcha. Eran unos metros pero el trayecto parecía eterno. Cuando llegó al fatídico lugar se derrumbó ante aquella estampa. Tendido en el suelo, un hombre que apenas había empezado a vivir se deshacía entre cientos de heridas que brotaban de todo su cuerpo. No había duda. Era su hijo. A pesar de la desfiguración, seguía siendo él: barba ensortijada y ojos almendrados de un color entre ocre y negro en los que aún se distinguía un destello de inocente jovialidad. Junto a él, su padre lo llamaba como cuando de pequeño jugaba a esconderse por entre los andamios de las iglesias, sin darse cuenta que la vida de su hijo se deslizaba como un reguero calle abajo. Las lágrimas desconsoladas se agarraban con fuerza al pecho del cuerpo inerte sin que tan siquiera los criados, que al punto llegaron hasta allí, se atrevieran a separarlos.

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3 comentarios:

Anónimo dijo...

bonito relato

Anónimo dijo...

cIUDAD DE ARÉVALO, NO VILLA.

Anónimo dijo...

Es lógico que hable de la Villa pues en esa época Arévalo no había recibido aún el título de Ciudad, que creo fue en tiempos de Isabel II. El relato me ha parecido impactante y muy entretenido, además de parecer real por su contexto