viernes, 20 de febrero de 2009

Azhuma 33

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Me desperté sobresaltado como tantas muchas veces. Notaba su presencia sobre mis labios. La luz de una luna llena se tamizaba hasta mi celda advirtiéndome que todo había sido un sueño. Sentía su calor y, en lo más hondo de mi ser, sabía que la había tenido entre mis brazos como aquella otra noche. Habían pasado ya demasiados años pero me resistía a olvidarla, su recuerdo era el único cobijo para mi soledad y el puñal para mi esperanza.

Cada luna llena regresaba hasta mí, envuelta por un halo de misticismo, oculta entre el resplandor difuso de la luz blanquecina. Venía y se marchaba, y, a pesar de los años, seguía siendo la misma. Entre el laberinto del sueño rememoraba aquel primer beso en las escaleras de mi casa, ese que guardé impertérrito en la memoria.

Luego llegó este cautiverio. Maldije aquella noche y otras tantas, que vinieron después, por haberme separado de ella condenándome, sin más remedio, a las frías estancias que, hoy, son mi solitaria morada.

Perdida la noción del tiempo y la cuenta de los años que llevaba encerrado, comprendí lo lejos que quedaba mi juventud. Siempre fui un chico alto y recuerdo como los chavales del barrio acudían a mí para alcanzar las preciadas hojas de la morera que custodiaba la puerta de casa. Serían alimento de aquellos gusanos que, privados de libertad, en cajas de cartón, aguardaban el momento en que se convirtiesen en mariposas. Mil veces me hubiera cambiado por uno de esos insectos esperando las fechas en que las alas crecieran y me permitieran volar hasta ella. Ver desde el cielo aquella perfecta cuadricula, formada por las casas apiñadas unas a otras al otro lado de la Acequia Gorda, jalonada en sus extremos por pequeños huertos, las vaquerías que se extendían hasta La Vega y la imponente mole de los silos de la Fábrica del Capitán. Y allí estaría ella, frente a mis escaleras asomando su cabeza entre la puerta entreabierta, aguardando mi llegada.

La sirena me devolvía a la realidad y cada día era más duro hacerse con ella y cada noche más fácil sentirla más cerca. Pensé en lo mucho que había cambiado, ya no era el mismo, mi rostro lo surcaron miles de arrugas y mi cuerpo cientos de cicatrices que me encadenaban en este penitenciario hasta que un grupo de funcionarios decidieran que habían cicatrizado.

Ella tampoco sería la misma pero jamás se habría olvidado de mí, me lo había prometido aquella mágica noche. Hablábamos en la escalera, esperando que el frescor de la noche decidiera entrar en nuestras casas. Luego se produjo el mágico y eufórico momento que marcó mi vida para siempre.

En un cajón guardé las cartas que jamás pude escribirle, y es que en una familia obrera de tres hijos la educación fue siempre un lujo del que nunca pude disfrutar. Epístolas que relataran los hechos que nunca pude explicarle, en los que la imprudencia de una ebria juventud fue la desgracia que me condujo a dar con mis huesos en la cárcel.

Su recuerdo permaneció fiel a mi lado y, aunque estos muros lo impidieran, sé que siempre estuve a su lado, su espectral visita nunca falló. Quedaban pocos meses para que el reencuentro pudiera ser real, le decía, luego volvía aquel eterno beso y todo se desvanecía al instante.

Llegado el momento, traspasé aquel muro. El sol parecía calentar de otro modo. Todo había cambiado, todo era distinto. No fue fácil llegar hasta aquel barrio en una ciudad que nunca dejó de crecer durante mi larga ausencia. Llegué hasta la calle de Azhuma. La visión me dejó helado, como si de un espejismo se tratara. Miré una y otra vez el rótulo que coronaba la calle, no había duda, era la mía. Apenas quedaban restos de aquellas casas de dos plantas, de patios traseros y jardín a la entrada, casas de blanco impoluto que soñaban en escaleras en las noches de verano. El número 33 continuaba en pie, ahogado, solitario, entre bloques de frío hormigón. Era su número, seguía allí y estaría esperándome, como prometió.

Perplejo frente a ella, con los ojos a punto de estallar en un mar de lágrimas, leía aquella sentencia de muerte que colgaba de uno de los balcones de la segunda planta anunciando su pronta demolición. La puerta se entreabrió dejando ver la silueta de un hombre bien trajeado que llevaba un portafolios. Le pregunté por ella pero huyó de mí sin responder. Tampoco hizo falta que lo hiciese, todo estaba dicho. En la pequeña placa que colgaba de su americana pude leer su segundo apellido, no podía ser otro que el mismo con el que soñé durante tantas noches. De mis añoradas escaleras tampoco quedaba nada. En su lugar se alzaba una tienda con lo último en mobiliario de cocina. Los nietos que nunca tuve reirían al verme pronunciar aquella combinación imposible de consonantes que se agrupaban en el luminoso.

Sentado en aquel tranco espero los besos que nunca llegaron y las caricias que no se repitieron. Las noches se volvieron amargas, su recuerdo dejó de visitarme y sólo el reflejo blanquecino que se filtra a través de la ventana me acompaña, clavándose en mí como fría daga que reabre incesantemente la herida de su ausencia.

Los obreros piensan que soy un pobre jubilado que les observa trabajar sin tener nada que hacer, no saben que en cada uno de los ladrillos que hoy se afanan en destruir, va impreso cada uno de los sueños que no pude cumplir y cada uno de los días de libertad que no disfruté. No saben que Granada vuelve a perder uno de los signos de un pasado que también tuvo y que pretende olvidar. Esos trabajadores que encaramados a sus andamios ríen, desconocen que, a pesar de todo, aquel árbol sigue siendo el mío, donde de pequeño jugaba a arrancar sus hojas y donde hoy espero a que crezcan unas alas con las que poder volar lejos tratando de comprender que, aunque los tiempos se afanen en cambiar, los sentimientos serán siempre los mismos.

Juan Fernández Segovia
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