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Hoy es el día, lo tenía decidido. Podía haber sido cualquier otro, éste no tenía nada de especial, tan sólo era un digito más pintado de negro en el calendario que colgaba de la pared del café Mandorla.
Oculto, fingiendo leer el periódico, espera su momento, sentando en la última mesa del salón desde donde se divisaba todo el local.
Alza la vista, se ha abierto la puerta, y un cosquilleo de tacones retumba por todos lados, a pesar del funesto ruido de la cafetera, que expulsa vapor como si de un moribundo pidiendo clemencia se tratase.
Con mil movimientos ensayados, como cada día, deja el periódico bien doblado junto a la esquina de la mesa. Ella se aproxima, lo toma con una sonrisa en los labios, mientras él le dice que ya ha acabado. Se aleja y se sienta en la mesa que queda libre mientras lee los titulares.
Oculto, fingiendo leer el periódico, espera su momento, sentando en la última mesa del salón desde donde se divisaba todo el local.
Alza la vista, se ha abierto la puerta, y un cosquilleo de tacones retumba por todos lados, a pesar del funesto ruido de la cafetera, que expulsa vapor como si de un moribundo pidiendo clemencia se tratase.
Con mil movimientos ensayados, como cada día, deja el periódico bien doblado junto a la esquina de la mesa. Ella se aproxima, lo toma con una sonrisa en los labios, mientras él le dice que ya ha acabado. Se aleja y se sienta en la mesa que queda libre mientras lee los titulares.
Él, con lo vista perdida en el humo que sale de su último cigarra, la mira con singular satisfacción. Ella pasa las hojas sin darse cuenta de nada. Se aparta un mechón de su cara con sensualidad exacerbada mientras, en la otra mano, sostiene la taza de humeante café. Su vista no se despega del periódico y la de Mario no se aparta de ella, siente una agitación en el bajo vientre, una mezcla de deseo animal y nerviosismo.
Como cada día, con el horóscopo, tomará su último sorbo de café antes de echar una furtiva mirada sobre el reloj que pende de su muñeca, esa es la señal. Ella se levanta y se aproxima a la caja. Mario hace lo propio sacudiéndose sus miedos. Se aproxima a ella y comienza su actuación fingiendo agacharse a tomar algo.
- Disculpa, se te ha caído- le dice con voz algo temblorosa.
El tipo del periódico le esta tendiendo la mano con un billete de cinco euros cuidadosamente doblado. Ella no recuerda que sea suyo, ni siquiera había sacado aún la cartera. Lo toma con cierta contrariedad, tiene prisa, y pensándolo bien el café le saldrá gratis el resto de la semana. Dibuja su sonrisa natural y dirige su mirada al hombre del periódico:
- Gracias
A Mario se le ilumina el rostro. Le aparece una mueca nerviosa que no acaba de cuajar, mientras saborea cada una de las letras, degustándolas inmóvil en medio de la cafetería. Imagina una tarde de domingo en una casa a las afueras, con un perro en el jardín. Ella da de merendar a sus hijos, rubios como su madre, mientras él limpia el coche después de haber pasado un día de campo. Por la noche se sentarán juntos mientras fuma un cigarro y recuerda aquel día, aunque teñido de negro, en el que se conocieron.
Como cada día, con el horóscopo, tomará su último sorbo de café antes de echar una furtiva mirada sobre el reloj que pende de su muñeca, esa es la señal. Ella se levanta y se aproxima a la caja. Mario hace lo propio sacudiéndose sus miedos. Se aproxima a ella y comienza su actuación fingiendo agacharse a tomar algo.
- Disculpa, se te ha caído- le dice con voz algo temblorosa.
El tipo del periódico le esta tendiendo la mano con un billete de cinco euros cuidadosamente doblado. Ella no recuerda que sea suyo, ni siquiera había sacado aún la cartera. Lo toma con cierta contrariedad, tiene prisa, y pensándolo bien el café le saldrá gratis el resto de la semana. Dibuja su sonrisa natural y dirige su mirada al hombre del periódico:
- Gracias
A Mario se le ilumina el rostro. Le aparece una mueca nerviosa que no acaba de cuajar, mientras saborea cada una de las letras, degustándolas inmóvil en medio de la cafetería. Imagina una tarde de domingo en una casa a las afueras, con un perro en el jardín. Ella da de merendar a sus hijos, rubios como su madre, mientras él limpia el coche después de haber pasado un día de campo. Por la noche se sentarán juntos mientras fuma un cigarro y recuerda aquel día, aunque teñido de negro, en el que se conocieron.
Mario sigue ensimismado, ella se ha ido dejando tan sólo el ronroneo de la cafetera y el regusto de una palabra de siete letras,- sólo queda esperar- se decía a si mismo. No se dio cuenta de que ella no saco su cartera de piel marrón, ni de que pagó con el billete de cinco euros en el que Mario había dejado su número de teléfono y toda su alma.
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Juan Fernández Segovia
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