viernes, 10 de julio de 2009

Apátridas

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Obligados a dejar la tierra que un día nos vio nacer y fue nuestra. La misma que trabajamos con nuestras manos para hacerla próspera y fecunda, haciendo que de ella brotara la vida. La tierra de la que hicimos un paraíso del que hoy nos vemos
privados.

Apostados a lo largo del camino, la risa del cristiano acompaña nuestra lúgubre comitiva. Alegría para ellos eran nuestros lamentos y júbilo nuestras lágrimas.

Marchamos en silencio tratando de no volver nunca la vista atrás. Evitando así a nuestros ojos la visión pavorosa de la entrada triunfal del infiel en nuestra tierra, que arrancarían las banderas que en su día fueron victoriosas, ondeando en su lugar, sus estandartes manchados con la sangre de nuestros hermanos.

Viajamos cansados, desterrados de una tierra, abatidos, derrotados, sin ánimo hacia el último reducto del que fue el glorioso y prospero reino de Al-Andalus del que hoy apenas se alzaban las ruinas.

Llegamos a Granada agotados por los duros días de camino en los que dejamos atrás a aquellos que sucumbieron ante perdida de la tierra que los vio nacer negándose a habitar una tierra que les era extraña bajo la siempre amenaza del reino cristiano que impertérrito avanzaba sin apenas descanso.

Nos asentamos en una colina donde la vista dominaba toda la ciudad; al fondo, como garantía de nuestra permanencia, como valuarte de nuestra historia, se erguía la Alhambra, palacio, fortaleza y alcazaba que resistiría cualquier asedio cristiano y del que algún día entre cánticos y júbilo partirían las tropas a recuperar aquello que fue nuestro.

Tan magnifica visión servia como reconfortante a la pesadumbre de nuestro espíritu que con más ansia deseaba habitar por siempre en este paraje. En la tierra abrimos venas de las que brotaba el agua mas pura y cristalina; donde hubo riscos y piedra levantamos palacios y el verde manto que cubría el suelo fue un vergel donde brotaron granados, celindas, azahar y romero cuyos aromas y frutos convirtieron nuestro jardines en paraísos únicos vetados a cualquier mirada ajena. El Sol que hastiaba a esta tierra, como a nuestros antepasados en el desierto, se convirtió en una suave caricia en cada uno de los blancos muros que agradecidos transformaban el fulgor en calidez y destellos de un claro infinito que avivaban nuestras calles y nuestro ánimo.


En el recuerdo siempre la tierra que dejamos atrás, cada rincón se construyo a imagen y semejanza de aquella otra morada de la que fuimos expulsados y así vivimos extasiados por la bondad de una ciudad que nos recibió y entristecidos por la que abandonamos. De tal modo que cada plaza y cada calle se convirtió es un balcón donde admirar la Alhambra como garantía de nuestro futuro y cada recodo y cada esquina en un lugar donde abandonar la pena por aquello que perdimos.

Pero la paz fue corta y los tambores de guerra pronto sonaron en las puertas de Granada, apostados en la fértil vega se erigían el campamento cristiano como fantasmas que amenazaban con terminar con nuestra presencia sobre este reino.

Nunca vimos partir a nuestras tropas y la pesadumbre minó nuestro espíritu hasta que ondeó el pendón cristiano sobre la última fortaleza morisca, todos supimos de nuestro destino escrito a pesar de las falsas promesas realizadas. Allá, arriba, en la fortaleza cobriza pronto dejará de oírse entre sus muros la música nocturna y el rumor del agua quedará como un lejano eco de la prosperidad perdida; sus paredes se quebraran como hojas de papel y la majestuosidad que un día tuvieron serán un vago recuerdo que terminará por desaparecer del monte de la Sabika. Nuestras casas serán derruidas y nosotros volveremos a ser expulsado y condenados a vagar apátridas por el desierto de nuestra deshonra hasta que nuestra presencia sólo sea una página perdida en la historia de nuestro pueblo.

Como un buque insignia de nuestra cultura varado en el puerto quedará la Alhambra, sumida en la pesadumbre de su incierto futuro y como recuerdo de todas las añoranzas que escritas una a una permanecen calladas entre los recovecos de la argamasa rojiza, las circunvoluciones de las yeserías y los surtidores que yermos lanzaran al aire nuestros taciturnos lamentos, esperando a ser descubiertos por los viajeros que busquen el boato de una tierra perdida, embrujándolos para siempre con una tierra que fue y sigue siendo única, siendo los únicos herederos de los sueños que nos quedaron por cumplir bajo el cielo de Granada.
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Texto y Fotogafías: Juan F. Segovia
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